El gobierno del presidente Duque ha estado marcado por el descontento social de una clase joven con frustraciones y desesperanza. A finales del 2019 el país vivió una de las movilizaciones sociales más activas de los últimos tiempos. Un paro nacional convocado para el 21 de noviembre de ese año y liderado por las fuerzas de izquierda a la que respondieron activamente los jóvenes, se convirtió en una protesta en contra de las reformas de pensiones, laboral y educativa y a favor del acuerdo de paz firmado con las FARC, que pendía de un hilo.
Los últimos meses del 2019 y el comienzo del 2020 estuvieron marcados por el clamor de la calle con peticiones y reclamos de todos los tipos en contra de un gobierno que no logró credibilidad ni favorabilidad. Se convocó entonces una mesa de discusión en la que se iniciaron unos diálogos en donde la mayoría de peticiones excedían los límites del ejecutivo o eran demandas inviables como la libertad de los presos políticos, sacar a Colombia de la OCDE, no tramitar la reforma laboral o pensional y que Ecopetrol sea 100% del Estado entre las 104 peticiones formuladas. Tras varios meses de protestas y con la sociedad cansada por el desorden caótico de movilización y dinámica de la ciudad, las marchas se fueron desgastando en la calle pero no en la frustración de la sociedad.
Y así nos llegó la pandemia, volcando los planes sociales, proyecciones económicas y políticas de Estado a solucionar uno de los retos más grandes e inesperados; el COVID19. Desde febrero el Gobierno nacional comenzó a establecer estrategias de prevención y ya para marzo el país se encontraba confinado, en un intento de mantener controlada la propagación del virus y de evitar el colapso de nuestro sistema sanitario.
El resultado: una pandemia, relativamente, controlada, con enfermos y muertes, pero también con la capacidad sanitaria de atender los casos que se presentan y una de las tasas de desempleo más altas del mundo, con un 20,2% para finales de julio, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE).
La tensión social se respira en todos los costados. Los problemas ya estaban, pero la pandemia los empeoró y las soluciones, o las posibles soluciones, empujadas por las manifestaciones de 2019, quedaron suspendidas por cuenta del nuevo Coronavirus. Hoy en día el 30% de los jóvenes de Colombia están desempleados, y socialmente la desocupación también representa un problema de salud pública.
Pero no solo el Covid-19 se ha plantado como un gran problema nacional, con tentáculos que alcanzan a afectar los demás sectores económicos y activos del país. Un reciente informe publicado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz arroja que en lo que va de año, y con fecha de corte de 15 de septiembre, en Colombia se han registrado 57 masacres, con un saldo de 230 personas asesinadas; la mayoría jóvenes y líderes sociales. Todo parece responder a hechos relacionados con narcotráfico y acciones lideradas por grupos disidentes de las FARC y desmovilización paramilitar.
A este inestable contexto social que se posa en Colombia, con los jóvenes como protagonistas liderando exigencias que han estallado en manifestaciones violentas, se suma el discurso de mandatarios locales y líderes políticos que, lejos de lograr consensuar decisiones en favor de un bien colectivo, dejan al escarnio público las diferencias entre ellos y el vacío en el que transita Colombia en esa búsqueda de liderazgo y de gestiones claras, resueltas en soluciones.
Claudia López, alcaldesa de Bogotá, y Gustavo Petro, senador, son dos de las voces que más se han escuchado en el marco de rebeliones sociales que, lejos de necesitar venia, ameritan órdenes claras de cordura y consenso. La instigación al odio, a la violencia y al desacato- venga de quien venga- siempre serán un detonante en el contexto de un país que divaga en dar soluciones concretas y de una sociedad que no sabe, a ciencia cierta qué exigir.
En este escenario y en el desgaste de la cuarentena, el abuso del poder y autoridad por parte de la policía con los ciudadanos, tuvo el lamentable desenlace del asesinato de un estudiante de derecho en Bogotá, lo que originó como válvula de escape de esa frustración, 48 horas de protestas marcadas por violencia con un saldo de 13 muertos y 60 ciudadanos heridos, en lo que parecía una batalla entre marchantes y brutallidad policial generando una profunda ruptura entre la institución y la ciudadanía. Hoy el debate se centra en la necesidad de reformar la Policía, de verificar el modelo de formación del cuerpo policial, de los mecanismos que se utilizan para admitir capital humano a las filas y por supuesto, de aumentar el pie de fuerza en las ciudades en donde la seguridad ciudadana se resquebraja con la crisis económica y en donde las disidencias y bandas criminales empiezan a ganar terreno