Estados Unidos. La gran potencia americana. Sinónimo de libertad y oportunidades. De bases sólidas y amplio espectro de posibilidades. Democracia absoluta e indiscutible. Casa de propios y extranjeros. Sueño para muchos. Ejemplo de la eficacia política de los checks and balances, hoy parece andar por el peligroso camino de las polarizaciones, extremismos y populismos que, a tantos ciudadanos del mundo- víctimas de las mismas situaciones en sus países- han llevado a albergar sus ciudades, la mayoría de forma ilegal.
Con discursos respetuosos y dedicados a cuidar la convivencia que entre tantos colores, credos, culturas y condiciones convergen en el país, los mandatarios norteamericanos (demócratas y republicanos) históricamente han mantenido una posición sobria, educada y diplomática para manejar las situaciones sociales y de convivencia, hasta que en 2016 Donald Trump desató la furia entre las minorías que, con ínfulas de superioridad, desean “depurar” su país y su raza como en algún momento lo pretendió Hitler.
El resurgimiento del populismo es un fenómeno global, que se ha manifestado recientemente en Europa, América Latina y, más puntualmente, en Estados Unidos. Encuentra su oportunidad en países con poco crecimiento económico y más desigualdad social. Todo ello hace que los dirigentes encuentren culpables en las porciones inmigrantes y ajenos al país y promuevan una ola de sentimientos en contra de las minorías, por excelencia descendientes de otras culturas o extranjeros. En América Latina, donde el movimiento migratorio es limitado, la responsabilidad de los problemas económicos y sociales cae sobre las clases más privilegiadas, por cuenta de los discursos populistas, que ven en la «oligarquía» al enemigo del sistema. Todo ello se convierte en un paquete de acciones que van en contra de la naturaleza y propósito democrático.
Para Arlene Ramírez, licenciada en Relaciones Internacionales y escritora de Forbes México, la convergencia en la política económica y en el discurso populista de algunos gobiernos occidentales tienen un común denominador: el restablecimiento de patrones culturales, de instituciones, normas, ideas y patrones sociales, que se materializaron en votos a favor de Trump, del Brexit o de los acuerdos de paz en Colombia; “por lo que no debe sorprendernos (negativamente, por supuesto) que el Trumpismo (por ejemplo) perdure incluso, después de Trump”.
El populismo ha demostrado a lo largo del tiempo una extraordinaria capacidad de adaptación y desarrollo, tomando diferentes formas en virtud de profundas necesidades emocionales de sus respectivos pueblos, muchas de ellas coyunturales y otras históricas. Por ello, el populismo ha estado típicamente vinculado a muy diversos nacionalismos, que van desde los enfocados en nuestros orígenes indígenas, hasta las formas económicas más recientes y frecuentes de protección de la producción nacional.
Así las cosas, y según Randall Arias, director ejecutivo de la Fundación para la Paz y la Democracia, nada mueve más y mejor los sentimientos populares que la apelación a “lo nacional” versus lo extranjero. Por ello, una herramienta preferida de los populistas consiste en la creación de enemigos externos, usualmente enemigos del pueblo, haciendo creer a la población que el país y/o él están bajo permanente ataque de “factores externos”, normalmente indeterminados, o al menos nunca demostrados.
El populismo, venga de la izquierda, centroizquierda o ultraderecha- como actualmente se evidencia en Estados Unidos- termina degradando a la democracia en ese intento de inhibir los derechos del otro, por sus diferencias en cualquier contexto; banaliza el debate público, vulgarizándolo y empobreciéndolo; ataca las finanzas públicas, viola el Estado de Derecho y, lo peor, conlleva a la sociedad a una guerra sin objetivos claros ni lógicos.
De este modo, lo que ocurre en Estados Unidos se ve reflejado en Latinoamérica donde, tras la denominada Marea rosa o Turn to the Left, los partidos políticos quedaron en lugares antagónicos del espectro político (izquierda y derecha). Allí, la distinción amigo-enemigo de Carl Schmit cobra todo el sentido. Mientras que Bolivia da un viraje a la izquierda luego de que las fuerzas del espectro contrario ocuparon brevemente el poder, el canciller Jorge Arreaza, de Venezuela, retoma la embajada de su país donde estaba colgado un retrato de Juan Guaidó. Entre tanto, la destitución de Martín Vizcarra en Perú le abre el campo a un presidente despreciado por la mitad del país. Ni hablar de la radicalizada Nicaragua, en poder del izquierdista Daniel Ortega, y el polarizado Brasil, bajo la tutela del derechista Jair Bolsonaro. En todos estos países, a diferencia de Estados Unidos, la institucionalidad está completamente socavada. ¿Qué le depara a Colombia en 2022?